La Catedral
Algunas veces pienso en qué estará ocurriendo ahora, durante este preciso instante, en el interior de aquella Catedral gótica que visité con luz de día.
Cómo el drama del tiempo hará crujir las tallas de madera. O propiciará un goteo lánguido, repetido e insistente desde cierta mancha de humedad que pasa desapercibida para los turistas. Cómo silbará el viento entre los fragmentos agujereados de una vidriera, y cómo ese mismo viento agitará la túnica y el cabello de una imagen que parecerá cobrar vida de repente.
No sé si se habrá escrito el relato de terror en el cual el protagonista cierra los ojos en su cama, a oscuras en su habitación, y, cuando los vuelve a abrir, se encuentra inexplicablemente encerrado en el interior desierto de la Catedral. Rodeado de miradas fijas de Cristos cubiertos de sangre y de Vírgenes que, desde sus tristes pupilas intensas, volcarán sobre él toda la culpa del mundo.
Presa del pánico, el protagonista correrá de inmediato hacia el enorme portón cerrado y golpeará desesperado la madera con los puños.
Se aferrará a esa puerta carcomida. Gritará. Pero comprenderá en seguida que el eco de su propia voz resulta todavía más aterrador y que ya no se atreve a mirar a su alrededor siquiera, porque sabe (sabe, sí) que las imágenes han cambiado de lugar y de postura a sus espaldas.
Entenderá que está solo.
Solo en su indefensión humana.
Entenderá que ellos, esas formas de vida hechizadas, han decidido hacerle saber que es un intruso y que será brutal, caprichosamente castigado.
Y enloquecerá con las uñas clavadas en la hoja de madera.
Enloquecerá de miedo.
Sólamente de miedo, pues, ¿qué le hubiera impedido destrozar las imágenes, pegarles fuego, romper las vidrieras, huir, negarse al sacrificio del terror supersticioso?
Nada. Pensamos, desde la seguridad engañosa del salón de nuestra casa, que nada.
De modo que el protagonista, seamos sinceros, tal vez ya estaba loco antes de abrir los ojos en la Catedral, cuando los cerró en su lecho.
Por eso, al amanecer, las beatas que acuden a la primera misa del día no descubren nada extraño en el templo. Desde luego, ningún hombre yace agarrotado de pánico junto a la portada principal. Cada objeto sagrado permanece en su lugar, constelado en su preliturgia inamovible, eterna, como las estrellas que, para su solaz, puso en el Cielo el Creador.
Ahora bien, desconocemos si esta ausencia de rarezas se debe a que el hombre nunca estuvo allí, ni salió siquiera de su cama.
O a que unas manos pías retiran cada amanecer los cadáveres de los muertos de miedo en la Catedral.
Cómo el drama del tiempo hará crujir las tallas de madera. O propiciará un goteo lánguido, repetido e insistente desde cierta mancha de humedad que pasa desapercibida para los turistas. Cómo silbará el viento entre los fragmentos agujereados de una vidriera, y cómo ese mismo viento agitará la túnica y el cabello de una imagen que parecerá cobrar vida de repente.
No sé si se habrá escrito el relato de terror en el cual el protagonista cierra los ojos en su cama, a oscuras en su habitación, y, cuando los vuelve a abrir, se encuentra inexplicablemente encerrado en el interior desierto de la Catedral. Rodeado de miradas fijas de Cristos cubiertos de sangre y de Vírgenes que, desde sus tristes pupilas intensas, volcarán sobre él toda la culpa del mundo.
Presa del pánico, el protagonista correrá de inmediato hacia el enorme portón cerrado y golpeará desesperado la madera con los puños.
Se aferrará a esa puerta carcomida. Gritará. Pero comprenderá en seguida que el eco de su propia voz resulta todavía más aterrador y que ya no se atreve a mirar a su alrededor siquiera, porque sabe (sabe, sí) que las imágenes han cambiado de lugar y de postura a sus espaldas.
Entenderá que está solo.
Solo en su indefensión humana.
Entenderá que ellos, esas formas de vida hechizadas, han decidido hacerle saber que es un intruso y que será brutal, caprichosamente castigado.
Y enloquecerá con las uñas clavadas en la hoja de madera.
Enloquecerá de miedo.
Sólamente de miedo, pues, ¿qué le hubiera impedido destrozar las imágenes, pegarles fuego, romper las vidrieras, huir, negarse al sacrificio del terror supersticioso?
Nada. Pensamos, desde la seguridad engañosa del salón de nuestra casa, que nada.
De modo que el protagonista, seamos sinceros, tal vez ya estaba loco antes de abrir los ojos en la Catedral, cuando los cerró en su lecho.
Por eso, al amanecer, las beatas que acuden a la primera misa del día no descubren nada extraño en el templo. Desde luego, ningún hombre yace agarrotado de pánico junto a la portada principal. Cada objeto sagrado permanece en su lugar, constelado en su preliturgia inamovible, eterna, como las estrellas que, para su solaz, puso en el Cielo el Creador.
Ahora bien, desconocemos si esta ausencia de rarezas se debe a que el hombre nunca estuvo allí, ni salió siquiera de su cama.
O a que unas manos pías retiran cada amanecer los cadáveres de los muertos de miedo en la Catedral.
28 comentarios
Kiri -
¿Acaso podrían tener mejor finalidad? Pos no.
:-))
¡Canciones de taberna!
Vaya con Purcell.
Yo cantaba en el bar de mi pueblo cuando era joven. Uno de los chicos del grupillo se desgañitaba a rancheras.
Supongo que no será lo mismo...
Juventud, divino tesoro.
Gru -
Gru -
Kiri -
Anónimo -
Respecto a las óperas de Purcell son sencillamente gloria divina, gotitas de gloria divina en el cerebro. Claro que sí. :-)
Kiri -
Sólo me dejo llevar por la belleza: me encantan.
No me ocurre igual con las imágenes barrocas, por ejemplo. No me gustan.
Mis gustos son más austeros.
La piedra me gusta muchísimo: las columnas, los arcos, las bóvedas...y las esculturas, claro.
Una catedral es un muestrario de los oficios manuales de la Edad Media: canteros, carpinteros, vidrieros, tallistas, pintores... Gente anónima, grandes artistas, en su mayoría desconocidos, que trabajaron allí durante años.
Eran los afortunados entre los plebeyos, ¿eh?. No eran siervos de la gleba ni se dejaban las tripas en los campos o en las guerras de los señores.
Sabían hacer algo hermoso con sus manos y esto los protegía en épocas de barbarie.
Creo que en las imágenes se ha puesto mucha de la reverencia y el temor de los ídolos de siempre, los que hubo desde hace miles de años.
No sé si necesitamos algo material y antropomórfico que temer-adorar. Es posible que, por algún motivo, nos resute cómodo aunque a veces nos haga temblar. Los iconos son algo de siempre y los sigue habiendo: los pósters de los adolescentes con sus ídolos de la música...los símbolos que triunfan en la cultura popular.
La diferencia, claro, es la mentalidad mágica, que parece (eso creo) ir en disminución.
Aunque las pelis de miedo nos siguen dando miedo. Y las novelas.
Creo que esto es una especie de poso que nos queda.
Bambolia -
Es algo que no puedo evitar: siempre que veo una catedral o una iglesia enorme pienso en la gente que, impepinablemente, tuvo que morir construyendo esos enormes edificios... en los picapedreros sobre todo. No me preguntéis por qué pero es así. Y otra cosa que me pasa es que se me llevan los diablos -muy apropiado estando en un lugar así- viendo el despilfarre en "complementos". Con la catedral de Sevilla flipé a colorines por las pasadas que se pegan en cosas bañadas en oro y demás.
Eso sí, las imágenes religiosas me parecen esculpidas con la clara intención de asustar: son realmente espeluznantes.
Una vez me llevaron a visitar una exposición de varias cofradias de Semana Santa y me salí al segundo stand que contemplé.
Por cierto, no sabría por dónde comenzar con la música clásica... ¡me da una rabia!
Gru -
Kiri -
¡Pues anda!
Y a mí el colega va y me regala óperas, no te digo.
Ya le diré yo un par de cosas.
Gru -
Kiri -
Kiri -
¿Cómo es posible lo de quedarse encerrado sin estar la puerta cerrada?
¿?¿?¿?¿?¿?
Aber -
Kiri -
Gru -
Kiri -
Kiri -
Gru -
Bueno, el caso es que escucho con gusto la música siempre que no sea obligatorio. Cuando es obligatorio hasta lo más hermoso se puede convertir en una tortura.
Yo no pensaba en sexo, Aber. ¿Cómo puedes insisnuar siquiera que alguien pudiera estar pensando en sexo?, por favor. :P
Kiri -
Gracias, Aber-guapo.
Aber -
Kiri -
Te lo pierdes si no lo escuchas, ¿eh?
Es una pasada.
Gru -
Kiri -
O retirada del carnet de conducir.
:-P
Gru -
Me gustan algunas iglesias y catedrales para pasar un rato, porque son edificios magníficos, hechos para impresionar, pero siempre me han dado yuyu.
Donde pasé miedo fue cuando nos quedamos encerrados en Herculano, en una casa romana (unos niñatos gilipollas que no sé que´hacían allí, cerraron la puerta y nos dejaron dentro) y tuvimos que salir saltando por las tapias. Y otra vez que nos quedamos quedados encerrados en el faro de Eckmül. En ambas ocasiones pudimos salir, menos mal. Y bueno, yo no iba sola y eso ayuda.
Kiri -
A mí me da miedo imaginar las catedrales, igual que los almacenes de muñecas por ejemplo, a oscuras y solitarios.
Por el día las catedrales me parecen sublimes, maravillosas. Y escuchar alguna vez un concierto de órgano, o de instrumentos medievales, bajo sus bóvedas debería ser obligatorio para todo el mundo.
Igual que escuchar canto gregoriano en Silos.
Claro, la soledad, el silencio y las tinieblas ya hacen variar la cosa.
Yo nunca he permanecido dentro de una catedral en esas circunstancias. Eso sí, una vez me quedé sola en lo más profundo de la cripta de San Vicente, en Avila. Un acojone.
Y también experimenté esa especie de terror cuando visitaba, igualmente a una hora de escasísimo público, algunas salas llenas de imágenes del Museo de los Caminos de Astorga.
Sin embargo, tanto el Museo de los Caminos, un edificio precioso en parte diseñado por Gaudí, como la asombrosa basílica románica de San Vicente respiran belleza por su cuatro costados.
Debe ser que también respiran terror y que las mañanas risueñas de fiesta en que los visitamos sólo son un disfraz.
O que a mí me encanta imaginar cosas. :-))
Ana* -
Logradísimo, tía. Qué miedo,mamá.
Gru -
Kiri -