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Kiribati

Buceando

Juegos de Agua

Juegos de Agua Anoche soñé que me dejaba caer por una catarata.

Catarata que era una perfecta cortina de espuma; cortina de espuma que ocultaba bajo la roca de su precipicio asombrosos tesoros; asombrosos tesoros a los que no se podía acceder porque revelaban antiguos secretos; antiguos secretos que mi abuela escondió en el fondo de baúles de cuero; baúles de cuero repletos de cosas sin nombre; cosas sin nombre muy bien ordenadas en columnas de cajitas de cartón; cajitas de cartón forradas con las páginas amarillentas de un periódico de 1912; periódico de 1912 que explicaba detalladamente la catástrofe del Titanic.

Y yo me deslicé, abajo, abajo, abajo, igual que en un tobogán, por la algarabía salvaje del torrente.

Me sacudió la risa cuando crucé un arcoiris suspendido a mitad del trayecto.

Empapada en aquella tela de araña de gotitas minúsculas, comencé a escuchar "Papagena, Papageno", que interpretaban artistas flotantes completamente desconocidos, con los rostros cubiertos por máscaras de plumas multicolores.

Sonreí mirando hacia el vacío que comenzaba más allá de las puntas de mis pies, para descubrir que mi tobogán de espuma terminaba en un lago color añil; lago color añil en cuya orilla se hallaba sentado mi abuelo sobre su silla de anea ( hojeaba un periódico de 1912 en el que aparecía la noticia de la catástrofe del Titanic); silla de anea gemela de otra sobre la que yo trepé enseguida para poder asomarme a lo alto de un armario con espejos; armario con espejos en cuya cima descubrí el nacimiento de un río habitado por peces hechos de aire y por pájaros hechos de agua; pájaros hechos de agua que volaron en el horizonte sobre una gran catarata.

Y llegué, jugando en la corriente, hasta esa catarata; me acordé de todas las maravillas que iba a encontrar si saltaba, e inmediatamente lo hice.

Para luego poder soñarlo.

Susurro

Susurro La semana pasada, alguien susurró una canción en mi oído.
Una tonta cancioncilla de amor.
Esa de "tú eres mi consentida, la niñita de mis ojos..."
Bah, un soniquete.
Y él canta muy mal, bah...
Bah, bah...Pamplinas.

Cuando me acuerdo de aquella tarde, veo florecer los nenúfares dentro de mis ojos cerrados. Me escucho, me veo, me toco, me siento, y soy tan dulce como una isla de fresas y mango, rodeada de un mar de mistela.

Más, aún más que antes.

Herida

Herida "Hay que tener cuidado con la gente herida. Es peligrosa: sabe que puede sobrevivir"

(Juliette Binoche en la película "Herida")

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Tengo una herida.
Es antigua.
Es profunda.
Sus bordes son dentados.
Su forma es la de una hoja de sauce.
Su color es el mismo de la flor de pasión.
Tiene nombre, pero ese nombre no os diría nada, porque sólo se trata de un balbuceo: ni vosotros ni yo lo recordamos ya.
Es mi herida.
Mi más preciada posesión.
La necesito para hacer nacer la risa. Y el llanto.
Cuando llegue el día en que no me duela, miraré a mi alrededor y sabré que he muerto.

Exilio

Exilio Nunca le gustó a nadie vivir en el exilio.

Pero vivir en el exilio de tu mirada ausente,
con tu cabeza vuelta siempre hacia otro lado
tan terco como un niño caprichoso
que sólamente anhela lo que no vale nada
tan sólo porque brilla -o parece que brilla-
es... ¿cómo lo diría?... Es demasiado exilio.

¿Sabes?: para vivir así,
es mejor que ya empiece a aparejar las naves
y que zarpe enseguida hacia el ocaso.

Sé que navegaré con el viento en las velas.
Seguro que hallaré las islas misteriosas.
y en ellas viviré increíbles aventuras.
Y cantaré canciones a la brisa marina,
mientras empuño mi timón con fuerza.
Y veré ciudades soñadas, con cúpulas de oro.
Y archipiélagos como barcos de esmeralda,
anclados entre los arrecifes de coral.
Y oiré las misteriosas voces de sirena
desde lo más recóndito de los acantilados.

Y que no te recordaré nunca para nada.

Seguro.

Pero, si resultara que no hubiera nada de eso,
ni islas, ni sirenas, ni ciudades, ni brisa,
al menos me recostaré en cubierta por las noches,
mirando a los puntitos de la Osa Mayor,
y al poco me quedaré dormida
no pensando absolutamente en nada.

Y ahora ya es la hora de partir.

Buena travesía.

Kyoto

Kyoto Salió a la niebla exterior.
Tomó el monorrail a una hora muy temprana, cuando la marea humana aún no había comenzado a formarse. Después caminó entre los templos de Kyoto, mojándose el bajo de los pantalones en el rocío.
No le importó.
Se sentó en un banco de madera, junto a un almendro.
Pensó que los pájaros llevan una vida absurda sin saberlo.
Pensó en su propia vida.
Pensó en quedarse allí sentado para siempre, mirando los crisantemos; escuchando el murmullo de los recitados de los monjes y el tañido perfecto de las campanas de bronce.
Pero luego irrumpieron los rumores del día, los autocares llenos de turistas y el griterío de las niñas de uniforme.
Así que cogió su portafolios y se marchó.

No olvidó anotar en su agenda olvidarlo todo.

(Imagen: "Tres mundos" de Escher)

Páramo

Páramo En cierto páramo de Febrero, me encontré dos pequeñas y estúpidas verdades.

I. Existían cosas que no sería capaz de perdonar nunca.

II. Existían personas de las que nunca sería capaz de despedirme, a pesar de que no pudiera perdonarlas.

Las dos pequeñas verdades estaban peleadas la una con la otra. Porque yo apenas sabía perdonar y apenas sabía despedirme. Y creí que debía decidirme por una de las dos.
Eso creí.
Pero es que estaba demasiado cansada.

Por eso, aquel Febrero fue como un páramo, en exceso vasto y en exceso caliente.

Sigo cansada.

(Imagen.- Axel Hütte, Yuste II)

Por pura casualidad

Por pura casualidad Aquella noche en Mississippi, una lechuza, una sola lechuza parada en un poste de teléfonos recorta su silueta sobre la luna llena.
El sinuoso camino de tierra pasa junto a cierta vieja y destartalada casa de madera.
Frente a esa casa se detiene un Hispano H6 de 1919, propiedad de los hermanos Samuel y Jebediah O´Flagerthy. Los O´Flagerthy son mellizos, irlandeses, y ambos tienen la mejilla izquierda atravesada por la cicatriz de un profundo corte desde la sien hasta la mandíbula.

Esto último, por pura casualidad.

Se escuchan a lo lejos los acordes de la guitarra de Robert Jhonson, quien, en ese preciso instante, acaba de hacer nacer el blues mientras tocaba en un cobertizo.
Hace unas horas, Robert hizo un pacto con el Diablo. Se encontraron los dos justo en ese mismo camino sinuoso de tierra, junto al poste de la lechuza.
El Viejo le está enseñando a arrancar lágrimas a las cuerdas de una guitarra a cambio de su alma. En realidad el alma de Robert ya estaba condenada. Desconocemos, pues, los motivos del Diablo, aunque sospechamos que sólo quería escuchar buen blues.

O fue, tal vez, pura casualidad.

Mientras la lechuza aguza el oído, muy sinceramente sorprendida por esa extraña música, sale al porche de la vieja casa destartalada la joven Rosemary, camarera en el club de la carretera de Nueva Orleans, que esta noche no ha acudido a su trabajo porque debía entregar un encargo a los O´Flagerthy.
Éstos bajan del auto, se colocan el sombrero, se alisan el traje y le preguntan a la muchacha dónde están escondidas las armas. Ella señala con su dedo índice el granero cercano a la casa, aunque su mirada se dirige inequívocamente hacia la luna .
Después, sonríe a Jebediah.
La lechuza ulula expectante porque sospecha que algo está a punto de ocurrir.

O quizá por pura casualidad.

Samuel se encamina al granero. Pero Jebediah, tentado por las largas piernas de ébano y la sonrisa cómplice de Rosemary, se aproxima a la joven, haciendo caso omiso de la llamada de su hermano. Así es como los mellizos se separan por unos instantes. Profetizó en su nacimiento la comadrona negra Martha Bell que el destino de los O´Flagerthy quedaría sellado cuando, una noche de luna llena en Mississippi, se separaran el uno del otro dieciocho metros exactos, mientras ululara una lechuza y el Diablo hiciera sonar una guitarra en las inmediaciones.
Pero Samuel y Jebediah no lo saben, o lo han olvidado.

O todo se debe a la casualidad.

Y de esta manera, la patrulla del FBI oculta en el granero ametralla sin contemplaciones a Samuel, que muere en ese mismo instante sin haber comprendido absolutamente nada. Jebediah no es ametrallado, ya que, en una rápida reacción, toma como rehén a Rosemary, aunque termina por comprender que su situación resulta insostenible y se entrega al cabo de unos minutos. Morirá en la silla eléctrica, seis meses después.
Cuando ya todos se han marchado, Rosemary, la lechuza y la guitarra de Robert Jhonson aún siguen allí.
La chica se sienta en la mecedora del porche, a contemplar la luna llena.
Piensa en el dinero de la recompensa ofrecida por los gángsters que acaba de entregar al FBI. Y en que no tendrá que volver a trabajar de camarera nunca más, tal y como su abuela Martha Bell,la comadrona de los O´Flagherty, le anunció que sucedería.

Pero todo ocurrió, a lo mejor, por pura casualidad.

(O Isaac y Amelia lo inventaron una tarde de sábado bajo los efectos del Frenadol)

Una sensación difusa

Una sensación difusa Tengo una sensación difusa de cambio inminente, como encontrarme al borde de una frontera invisible, a punto ya de cruzarla sin posibilidad de regreso. O mejor, a punto de descorrer una cortina de tejido muy opaco que no deja ver lo que hay al otro lado.
Las mejores verdades suelen ser las más duras. Duras y perdurables: de una gran calidad, las malditas.
Hace dos años, conocí a una mujer. No en persona, ni tampoco al completo. Me fueron llegando retazos de ella a través de un relato corto que escribió, de algunos mensajes cruzados en un par de foros y también a través del hombre que solía mencionarla.
El cual era el hombre que yo envidiaba de ella, aunque tal vez esta envidia fuera tan gratuita como la envidia suele serlo, y el hombre no mereciera ser tan envidiado.

Luego ella me escribió una carta y así me dí permiso para odiarla.

Hay gente que se muestra, como hay gente que se oculta.
Tal vez ella es de los que se ocultan. Aunque quizá, pensándolo bien, ella sólo se me ocultaba a mí. Y quién sabe si se me ocultaba deliberadamente.
En cualquier caso, los que se ocultan suelen conocer la verdad. Escuchan, leen y no se manifiestan. Y así llegan a saberlo casi todo.
Como en un puzzle, fui reconstruyendo sus piezas en mi mente, pero siempre me faltó la del centro, la que sin duda definiría todo el conjunto. Y esa pieza es una interrogante sin respuesta. Aún después de dos años, sigue siendo una interrogante sin respuesta.
Lo que pasa es que ya no importa la respuesta. Y ahora que no importa, yo intuyo que está a punto de llegar. Y que resultará ser una verdad dura, de esas que permanecen para siempre porque son como una puta losa de granito.
Hace un momento, he releído lo que escribió ella, un siete de abril de 2002:

"Llegó un día de repente, una de esas ráfagas de viento fresco que te hacen respirar a fondo en un momento cualquiera de tu vida en el que se acabó el aire. La vida golpea, golpea fuerte, pero cuando ya estás por los suelos, casi sin fuerzas, de repente, aparece una estrella fugaz.
" Yo he sido testigo de tu destino, lo he vivido en mis propias carnes" dijo ella, con una sonrisa.
Y se abrió una brecha en la oscuridad que tornaba el camino intransitable en un sendero liso, invitándome a seguir galopando por la vida. Una de esas criaturas de las que aprendes: aprendí a reír de nuevo."

Ahora, Diesone, que ya tengo oídos para oir y fortaleza para entender; ahora que la vida me ha pulido como pule el mar a un guijarro y puedo no mentirte al acercarme a ti... dime pues, Diesone, el nombre de la última pieza del puzzle.

O no me lo digas y paseemos.Tal vez.

Supuesto Práctico

Supuesto Práctico La enfermera del Servicio Andorrano de Salud Floripes Cabuérniga está secretamente enamorada del apuesto joven Gonzalitos Pi, funcionario del Cuerpo de Aduaneros de Su Majestad Imperial Autrohúngara.

Demasiado tímida para hacerle saber su apasionado sentir, Floripes decide, con muy buen criterio, administrarle un bebedizo para dejarle grogui y pasar de inmediato a perpetrar la violación correspondiente, a fin de calmar sus ardores uterinos internos, ya de todo punto insoportables.

Con la intención de ganarse la confianza del joven, nuestra heroína le regala un perro, el cual se encarga de ejecutar variadas monerías perrunas, como bailar en dos patitas y ladrar canciones del Fary, que encandilan mucho a Gonzalitos. Mientras tanto, la sigilosa Floripes administra diez gotas de belladona en el café del aduanero. El efecto es fulminante y Gonzalitos, de por sí no muy recio que digamos, despierta unas horas después atado a la cama de un hospital público español. Una vía intravenosa le inocula varios litros de Viagra en sangre, al tiempo que, a escasos centímetros de su rostro congestionado, ve entre nieblas el bigote de Floripes agitado por una siniestra risa.

-¡JA JA JA!¡Vas a ser mío, pimpollo!¡JA JA JA!

Desde la cama de al lado, un señor de Murcia recién operado de hernia inguinal, se escandaliza por el mal funcionamiento de los servicios públicos.

El perro le da la razón.

Perpetrado el acto, Floripes llama por teléfono a su amiga María Soraya Bernaldez, funcionaria del Cuerpo de Bordadoras de Sotanas, Casullas y Sobrepellices del Palacio Arzobispal de Astorga, la cual le pregunta cómo ha estado la cosa.

Floripes le responde que bien, pero que Gonzalitos se ha muerto, aunque eso a ella ya no le importa nada porque, como ella ya ha calmado sus furores uterinos, pues eso.

María Soraya le responde que buah, qué flojos hacen a los tíos hoy en día, y se lamenta porque ahora su amiga tendrá que enamorarse apasionadamente de algún guardia de Corps, o de algún alcanciero, portaespatario o alguacilillo de Corte, volver a sufrir ardores uterinos, volver a encandilarle con una mascota, volver a gastarse una pasta en belladona y Viagra, y volver a extorsionar, para obtener una cama de hospital, a los responsables gubernamentales de Sanidad, bajo la amenaza de mostrar a la prensa aquellas fotos en que aparecen vestidos sólo con un tutú en plena orgía ministerial.

-Mucho trabajo es lo que dan y luego no duran nada.-concluye Floripes, abandonando la escena de su desfogue.

El perro mira al señor de Murcia, el señor de Murcia mira al perro, y ambos están de acuedo en que este es el principio de una gran amistad.

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Preguntas:

1.-¿Ha vulnerado Floripes Cabuérniga alguna que otra disposición de la Ley de Funcionarios Civiles del Estado? Razónese.

2.-¿La actitud pasiva de Gonzalitos durante el acto administrativo perpetrado por Floripes puede considerarse abandono del servicio, el cual es susceptible de ser castigado como falta muy grave?

3.-¿A qué capítulo del presupuesto corresponde el gasto en tutús para orgías de los responsables de Sanidad?

4.-¿En qué modalidad de la Ley de Contratos del Estado podemos encuadrar la figura del perro?

5.-¿Existen pensiones de clases pasivas que cubran la contingencia de baja médica por furor uterino? Calcúlese la pensión de Floripes. ¿Y la figura de la excedencia por violaciones sucesivas de aduaneros, para las funcionarias de la Administración?. Razónese.

6.-¿Terminará ya esta gilipollez?

7.-¿Hay algún aduanero en la sala?

(El presidente del Tribunal de Oposición, 28-Enero-2004)

Navegante

Navegante Siempre viví enamorada de la misma persona,
siempre, desde que alcanza mi memoria.
Y nunca me detuvo el estúpido hecho
de que esa persona sea inexistente.

Sufrí errores de juicio, lo confieso,
y vestí con sus ropas a maniquíes de madera.
Humildes maniquíes de madera,
buenos seres humanos,
o regulares,
o malos,
que ahora yacen casi olvidados
-casi-
en mi desván de los maniquíes de madera.

Porque ellos no eran mi amor imaginario,
ni se le parecieron realmente,
sino como un espejismo a un oasis de palmeras.
Te acercas y no hay nada: así de simple.

Ay...así de simple.
Qué putada.

Qué putada sí, pero es que
mi amor le viene a todo el mundo grande.
Hasta a mí me viene grande.

Qué putada.

Él será mi última imagen cuando muera,
mi última sensación de latido de vida,
mi torrente de endorfinas en sangre
anunciando el final del espectáculo.
Entonces le veré
como te estoy viendo a ti en este momento,
tan real y tan cerca de mis manos.

Mi amor esconde una ciudad de cúpulas de oro
en el fondo de cada uno de sus ojos.
No hay ninguna pasión que desconozca.
Ha visitado todas las estrellas.
Me cuenta historias desde dentro de mis sueños,
historias imposibles que están pasando ahora.
Navega entre las islas de Oceanía
al timón de su nave de argonauta.
Canta con voz antigua en noches boreales
estrofas que aprendió al regreso de Troya.
Y me llena de fuerza para la pelea,
porque él es mi propia fuerza.

Y tal vez me conoce o ha oído hablar de mí.

O tal vez no.

Pero yo veré sus ojos y tocaré sus manos.

En mi último segundo.

Estoy segura.

(Amelia, 25 de Enero de 2004)

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Imagen: Aurora Boreal en Abril de 2000.

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Mascota

Mascota Hace algún tiempo, tuve una mascota.
Para ser precisos, se trataba de un reptil marino llamado ictiosaurio. Seguro que habréis oído hablar de él.
Solíamos salir a navegar juntos por los mares Jurásicos. Mi amigo tiraba alegremente de una caracola gigante en la que yo subía, y así surcábamos los dos las infinitas aguas azules.
Recuerdo muy bien el viento y el sol acariciándome la cara, la brisa salobre alborotando mi cabello y a los pterodáctilos emitiendo sus extraños chillidos, mientras volaban en círculo sobre nuestras cabezas.
A veces, el ictiosaurio emprendía una ruta por su cuenta, como si quisiera sorprenderme o sorprenderse a sí mismo. Entonces, salía a toda velocidad de los prudentes límites del Mar de Thetis y, timoneando raudo con su aleta caudal, me conducía a los confines de la banquisa polar, donde se detenía un rato para que ambos pudiéramos contemplar a gusto las auroras boreales.
En otros momentos, me pareció pensativo. Sus ojos redondos escrutaban las profundidades de aquellas aguas transparentes, en cuyo remoto fondo divisábamos las interminables extensiones de arrecifes coralinos.
Pero nunca me dijo en qué pensaba, por más que se lo pregunté.
Tal vez en nada.
Ya no importa: yo guardo el recuerdo preciso de su expresión tan reflexiva, tan tranquila y, si se me permite la adjetivación, tan cetácea.
Y en verdad que se trata de un recuerdo hermoso.
Creo sinceramente que éramos muy felices juntos, sin pedirnos explicaciones.
Siempre nos guardamos un tierno afecto mutuo, aunque perteneciéramos a especies tan dispares y a mundos tan, a primera vista, irreconciliables.
Después él se extinguió, porque pasó su tiempo y le llegó la hora de extinguirse. Y yo me quedé aquí, sola en la playa.
Es en estas noches frías de aurora boreal cuando su recuerdo acude a mí con más fuerza. Le echo tanto de menos...
Ahora intento entablar amistad con una hembra de galápago, que suele venir por aquí a enterrar sus huevos.
No es lo mismo.
La galápago responde educada a mis saludos, pero se ve a las claras que su carácter resulta bastante más cerrado.
A la postre, el ictiosaurio resultó ser la única mascota que yo haya tenido nunca.

Aunque...tal vez yo fui la mascota de él.

Casi nunca, en estos casos, resulta fácil saber quién fue la mascota de quién, ¿verdad?

Pues eso.

Olvido

Olvido Contemplo mi reflejo en las aguas oscuras
del Río del Olvido.
Como una Ofelia ingrávida rodeada de pétalos.

Miro atrás, al jardín,
pero todas las fuentes han perdido su nombre.

Se amontonan las nubes.
La brisa se ha llevado,hace un instante, el tiempo.
Sólo queda el silencio.

Aunque yo le interrogue, el agua no responde.

Y estaba esa pregunta…
Pero no la recuerdo.

Quizá me están llamando, mas olvidé mi nombre.
Igual que las estatuas.
Quién sabe si crucé este río hace mucho,
Y ya no lo recuerdo.
Quién sabe si por fin abandoné esta orilla,
Y ya no lo recuerdo.
Yo sufría y me miraba en la corriente oscura…
Pero ya no me acuerdo.

Pétalos muertos flotan alrededor de Ofelia.

(Amelia, 2002)

Reloj

Reloj En uno de mis periplos de batracio por las fuentes de mi país, encontré un reloj.
Un reloj de sol sin gnomon; sin mecanismo alguno que, por muy simple que fuera, pudiera indicar la hora siquiera por aproximación.
Un desconocido grabó las líneas en el borde de mármol de la pileta. Luego las dejó todas al sol, marcando a la vez todas las horas y ninguna.
Allí no existe el tiempo.
O todo el tiempo está condensado en ese punto.
Aranjuez: Fuente de Hércules.

Cómo me convertí en anfibio

Cómo me convertí en anfibio Una aclaración previa: sí, he sufrido esa metamorfosis, es cierto, pero en modo alguno desearía crear la falsa impresión de que resultó dolorosa.
En realidad, para ser sincera, el proceso puede muy bien entenderse como una curación, y en seguida paso a relatarlo, a fin de que este extremo se comprenda perfectamente.
Todo ocurrió aquel otoño, cuando mis constantes vitales entraron de pronto en un inexplicable trance de letargo. Mi temperatura corporal descendió unos cinco grados por debajo de la normalidad humana y mi tensión arterial sufrió una caída en picado de similares características. Supongo, aunque esto no puedo asegurarlo, que los latidos de mi corazón se ralentizaron y, sospecho que, en algún momento, llegaron incluso a detenerse.
Claro está que me quedé mirando al techo.
¿Qué otra cosa podía hacer?
Ninguna: mi cuerpo no me hubiera obedecido.
Cuando, al cabo de unas horas, me acostumbré a mi nuevo estado y logré mover algunas partes de mi cuerpo, como los dedos y las cuerdas vocales, marqué el número de urgencias.
Me llevaron al hospital de Alcorcón, del cual no recuerdo nada, ya que mantuve casi todo el tiempo los ojos cerrados, porque no tenía fuerza para abrirlos y porque el hospital es muy feo. Me aplicaron esas técnicas de reanimación con las cuales la sanidad pública intenta sibilinamente impedir que las personas se conviertan en anfibios. Pero no consiguieron nada. Mi caso debía ser desesperado. A mí me daba igual todo porque, al cambiar de estado, había dejado atrás el sufrimiento y las dudas, adquiriendo una nueva y flamante seguridad en mí misma que antes desconocía. En seguida comprendí que no añoraría en absoluto mi condición humana.
Por contra, iba creciendo en mi interior la ansiedad por las fuentes, los estanques, las charcas y las ciénagas. Y, en momentos especiales de fantasía narcisista, por los lagos de aguas cristalinas, los torrentes de montaña y los balnearios de Baden-Baden.
La Seguridad Social me dejó pronto por imposible. En la misma ambulancia, o parecida, me devolvieron a casa, me depositaron junto al radiador de la calefacción y dejaron a mi alcance un rosario de cuentas de marfil para que estuviera entretenida. En los días siguientes, una trabajadora social acudía a mi domicilio regularmente para comprobar que no había fallecido, ya que mi municipio no permite que ningún ciudadano continúe habitando su piso después de haberse convertido en cadáver.
Tal cosa no ocurrió, puesto que sobreviví.
Mis constantes vitales antiguas ya no se han recuperado. Eso sí, mi cerebro se ha habituado a la condición anfibia y ya me obedecen religiosamente mi cuerpo y mis sentidos. Es más: para asombro de todos mis coetáneos, me obedecen mis sentimientos.
Así es la condición de anfibio, damas y caballeros.
Mi tiempo se reparte ahora entre las largas estancias en la bañera y la gratísima tarea de mirar al techo desde la cama, en posición supina. Los domingos me desplazo en mi Hyundai rojo a diferentes pueblos de la Comunidad de Madrid, todos lo cuales poseen fuentes con hermosas piletas, en las que me recreo flotando feliz entre los nenúfares y las bolsas de plástico. A veces, incluso, me quedo hasta las tantas de la noche y me pongo a croar a la luna. Pero los policías municipales no suelen poner buena cara, así que no abuso de esta conducta.
Y así llega a su culmen el proceso de mi conversión en criatura anfibia, que recomiendo encarecidamente a todos los que me leen.
Croa.

Durmiendo

Durmiendo La bruja del sueño me ha dicho que no volverás. Me ha dicho más todavía: que nunca estuviste aquí.
Ella lo sabe todo sobre las personas, sólo con mirarlas a los ojos.
Siempre tiene razón.

"Quien ama no juzga", dice.

Tiene razón.
Siempre tiene razón.

Entonces, ha asomado un rayo de sol por las rendijas de la persiana, anunciando el comienzo de otra agonía interminable de cuarenta grados a la sombra.
Así que me he dado media vuelta para seguir durmiendo.
Sólo que en ese momento el sueño ha cambiado:

He visto la Fuente.
He visto la cara sonriente de mi madre joven, inclinada sobre la cuna.
He visto el carmín de granza, el verde veronés, el amarillo de Nápoles y el azul de Prusia derramados sobre la blancura del lienzo, igual que gozosas golosinas.

He descendido hasta el lugar encantado, azul y recóndito: la gruta submarina donde duerme la otra mitad de mí.
Y yo vivo porque ella me sueña, como ella vive porque la sueño yo.

Y me he despertado.

Buenas noches.

Sigue soñando.

(escrito en el verano de 2003, antes de convertirme en anfibio)